EL CAPÍTULO CERO

 


Pues ahora toca poner por aquí el capítulo cero de "El Rey del Mundo", o sea, una cosa extraña, para dejarles perplejos, que ni siquiera aparece en la novela, pero que es cosa de mi editor, que me dijo que hiciera un "magnet", que debe ser como un imán pequeñito, pensé yo, pero no, al parecer es jerga de enterados, un micro-algo para promocionar la novela, un márquetin sibilino y subliminal, y, claro, le dije inmediatamente que sí, que sin problema alguno, oiga, que le hago todos los magnets que me pida. Ahora bien... ¿Qué demonios tenía que escribir? Pues todavía no lo tengo claro, se lo confieso, pero al final me salió este remolino incomprensible, esta amalgama de gente rara, y no voy a cambiar ni una coma. Así se queda. Para rechifla de la crítica biempensante, que, la verdad, me importa un carajo lo que piensen esos señores ahí, sentados, con sus bigotes, fumando una pipa y haciéndose los interesantes. Digan ustedes lo que les parezca, que me va a dar igual, o sea, táchenme de orate, o de gran gurú, da lo mismo. La novela no es así, se lo juro, porque sigue más o menos un recorrido histórico, aunque tenga muchos escenarios y pistolas de Chéjov, pero el engendro este ha de entenderse como una chaladura cuántica, una... metáfora, digo yo, una condensación plásmica, una urdimbre telúrica, que no sé todavía si mi editor me va a mandar a pastar a Santander, con las vaques, yo ya quisiera, pero no, aquí se trata de que me pidió un "magnet", repito, y yo, la verdad, no sé qué coño he hecho, o si mi cabeza está demasiado llena de historias y a veces lo mezclo todo para divertirme, ya se sabe, aunque lo que me interesa, ahora, es el feedback, el suyo de ustedes, y si quieren haré de blanco para un concurso de lanzamiento de pedruscos, que ya me lo estoy imaginando. Bueno, ahí va, a ver qué les parece. Con su permiso.

Capítulo 0.
UNA LECTURA CUÁNTICA DE “EL REY DEL MUNDO” 

Año 361 a. C. 

Brilla tímido el sol en Méng Chéng, estado de Song, provincia de Henan. La joven Ina Mae recoge campánulas y crisantemos junto a la gran pagoda blanca. Una anciana se asoma por la ventana del sexto piso. Es la princesa de Orleans, doña Isabel María Laura Mercedes Fernanda, emocionada por el chirreo. Se acaba de hacer la permanente. En sus manos sostiene un volumen del Über den zweiten Hauptsatz der mechanischen Wärmetheorie, de Max Plank, impreso en Gotinga, con tapa dura y portada en color lavanda. A escasa distancia unos operarios instalan una pérgola de policarbonato. Les observa, oculto tras un cerezo, un comandante de la guardia suiza de Pío XII. El murmullo seco de los peatones apenas destaca tras el arrullo estridular de un grillo doméstico. Un zepelín atraviesa, en silencio, las nubes.

–Muchacha, ¿traes noticias?

–Sí, señora. El cerdo de mi cuñado acaba de ganar las elecciones. Ahora le nombrarán Presidente de los Estados Unidos. Mi marido teme las consecuencias. No sé qué va a ser de nosotros.

Del interior de la pagoda surge una voz profunda y varonil.

–Mamáaaa, ¿con quién estás hablando?

Es Enrique, su hijo, conde de París, aspirante a la corona, recién llegado de la guerra de Indochina. En la pérgola de policarbonato, todavía a medio instalar, un cuarteto de Zaragoza interpreta “El fin de los tiempos”, de Olivier Messiaen. Los operarios deambulan a su alrededor con sierras y martillos. Doña Isabel arroja desde el palco el Über den zweiten y este se estampa en la cabeza del pianista, que cae desmayado. El público aplaude. Un foco de luz amarilla ilumina el rostro de la princesa. Ella saluda con una sonrisa.

–Con mi partícula gemela, hijo. ¿A ti qué te importa?

El franciscano Odorico de Pordenone pasea distraído por la acera, admirando el colorido de los bazares y de los farolillos de papel. Absorto en la redacción de sus imaginarias memorias, tropieza con Ina Mae y rueda por el suelo. El grillo deja de frotarse los élitros. O sea, que ya no canta. Odorico se levanta, blasfema y gesticula, quitándose el barro que se le ha adherido al hábito. Platón de Egina huye de Siracusa perseguido por el ejército de Dionisio el Joven. Se escucha, lejano, el vocerío de la guardia del emperador Hsien, que recorre las calles ordenando, con voz de tenor, que nadie duerma (1). Ina Mae alza la vista. La princesa alza un dedo.

–Nada has de temer, muchacha. He verificado matemáticamente la “Gran Conjetura”. El universo entero, o, mejor dicho, todos los universos posibles, actúan como una partícula cuántica. La misma función de onda se extiende por todos ellos, y una multitud de túneles fronterizos atraviesa sus más íntimos recovecos (2). El obispo Tomlinson, es cierto, ha trazado una línea de tiempo retorcida, quizá una curva cerrada. Tal singularidad sería terrible, sin duda, pero la posibilidad de un bucle eterno es, digamos, altamente improbable. Y ello, sencillamente, se debe a que en cada uno de los túneles existe una forma de materia exótica, negativa, anatema de los relativistas, que rectifica las condiciones de la energía media débil. ¿Lo pillas?

 –Señora, no entiendo ni una sola palabra. 

Odorico, que es de naturaleza simple, confirma su propio desconcierto agitando mucho la cabeza de lado a lado.

–No importa. Te lo explicaré de forma muy sencilla. Tu cuñado ha ganado las elecciones, sí, pero solamente en una línea concreta del multiverso. La historia se bifurca continuamente, como los senderos de un enmarañado jardín bonaerense. Cada transición cuántica desdobla el universo en una copia de sí mismo, del mismo modo que tú, criaturilla, habitas aquí, en Méng Chéng, y simultáneamente también en el siglo XX, en Cleveland, condado de Bradley, Tennessee. Y aún en otros millones de enclaves más o menos civilizados, aunque por ahora lo ignores. La identidad no existe sino en la multiplicidad. O quizá, más exactamente, en la ausencia y en el vacío, que es la antimateria prima de lo Absoluto. Somos fractales expandidos, Ina Mae. Hay un número infinito de universos, y cada uno de ellos se divide en dos a cada instante. Para quien conoce los pasadizos y los túneles no existe el límite. “Existen tantos caminos como alientos en los seres”, dejó escrito el murciano Ibn Arabí, cuya tumba, en Damasco, desprende un permanente aroma a cebollino.

Los guardias se aproximan. Ina Mae danza inspirada. Por la puerta de la pagoda blanca aparece su esposo, el filósofo antinomista Mil Tong, pegando alaridos, que deje lo que esté haciendo y que llame a los bomberos, porque una horda de pirómanos dirigida por su hermano, el obispo demente de Nueva York, rodea la mansión de los Arándanos. La muchacha corre en busca de una cabina telefónica. Una docena de abogados persigue a Mil Tong, pero este escapa introduciéndose por una alcantarilla. Los uniformados se desperdigan por las callejuelas. Un indio cheroqui, calvo y barbudo, se arrastra serpenteando por el suelo. El grillo reanuda su concierto con cierta crispación, lo cual incomoda a los músicos maños, que salen del escenario murmurando improperios. El zepelín desaparece tras las montañas Taihang. Los operarios afinan sus martillos y afilan, entre cuatro, un serrucho. El barbudo trepa con sigilo por la fachada de la pagoda y se introduce por una ventana del segundo piso, sorprendiendo a una señora muy bajita que empieza a gritar en polaco. Es la secretaria silesia del futuro presidente, el obispo Homer A. Tomlinson. Su moño es tan espléndido y puntiagudo como un zigurat babilónico, y tan alto como ella misma. Diríase que la mitad superior de la señora es un moño, y la mitad inferior un metabolismo raro, difuso, surcado de arrugas. 

Un temblor sacude la ciudad. Todos los habitantes de la pagoda se asoman a sus respectivas ventanas. Desde una de las del tercer piso un tipo bigotudo de tez blanquecina y sombrero negro grita con acento sureño. Dice que su iglesia es la más grande, la más verdadera, y enarbola una bandera llena de símbolos rojos y azules. Por su espalda aparece, entre neblinas, la silueta de Howard Phillips Lovecraft. A escasa distancia, por otra ventana del mismo piso, surge una mujer de dorados cabellos ante la que flota una tablet Android de la marca Huawei, en concreto el modelo M5 Lite de 10 pulgadas. 

Salta una rana verde en la charca verde. Todo es verde. El trigo verde, los limones verdes, las ondas hertzianas, el ocaso. Cae un rayo verde. Nada de esto es advertido por la princesa de Orleans, que es deuteronómala, o sea, que no tiene ni un cono M en la retina, ni uno solo. Ella ve muy bien el rosa, que es su color preferido. O el único que percibe, mejor dicho, además del blanco y el negro. Por eso salta de alegría cuando contempla un estallido rosa, una botella rosa, un unicornio rosa, una rosa rosa o una margarita rosa, da igual, pues para ella solamente existe el rosa, y todo lo que la rodea está impregnado de ese color pastelón, íntimo, erótico, al que los iconolingüistas y los cromatólogos denominan “fucsia”, “malva”, “amaranto” o “lavanda”, y aún, los más decadentes, “color carne”. En tales términos reflexiona la señora princesa con asiduidad, sintiendo en su interior un orgullo rosáceo, salmónido, truchero, una inmodestia como de cerezo circasiano envuelto en nube de azúcar, pero que, a causa de su nobleza dinástica, tiende a disimular. Sin embargo, olvidándose de su natural recato, brinca de gozo al observar, lejana, la silueta rosa de un Rey embozado en túnica de dragón, coronado y discreto, que enarbola un santo cetro francés, en cuyo extremo superior brilla, rosado y luminoso, el ojo de la gloria enmarcado en triángulo equilátero. 

Su fulgor la emociona. El Rey avanza, precedido por su nariz, que es preludio de una larga historia. Entiéndanlo desde ahora, que por algo están leyendo el capítulo cero. Son cosas del editor, no vayan a creer. “Miñarro”, me dijo, “a esta novela hay que añadirle una pizca de márquetin, un magnet, una precuela”, y yo, que soy dócil a las sugerencias, asentí, pero a condición de redactar lo que me viniera en gana, tuviera o no íntima relación con el sujeto argumental. Y claramente la tiene, aunque tampoco es en exceso útil o necesario, vamos a ver, sí, algo hay, por supuesto, pinceladas cuánticas que circunscriben los hechos y los desechos, metáforas lejanas, carambolas, trucos, engaños, discrepancias… Pero basta ya de retórica. Es así y ya está. Continúo. 

Se acerca a la gran pagoda el Rey rosa, que es figura imaginal del elixir protagonista, eso ya se verá luego. Pero antes recapitulo, por si alguien no ha entendido nada. La gran pagoda es símbolo del universo, y las ventanas lo son de sus conexiones larvarias, que apenas discurren por la linealidad temporal a la que nos han acostumbrado desde muy niños. El Rey rosa es también obispo y va a ser nombrado presidente de los Estados Unidos. Nótese que en este desvarío cósmico, en esta epopeya magnética y psicótica, abundan los obispos: el obispo Ambrosio y su doble mutante, Ambrus, rey de R'lyeh; el obispo Homer Tomlinson; el obispo Milton, que es hermano carnal del anterior; el obispo Mériadec, oriundo de la lejana Armórica; el de Canterbury y de toda Inglaterra, que se llama Roberto de Gloucester; Roger y Mills y Willie Bass, obispos todos de la Church of God (WH); Michel D'Herbigny, obispo católico-romano, jefe supremo de La Entidad, y un etcétera enmarañado y desaforado de cardenales, espías y predicadores evangelistas. Y ahora, si me lo permiten, sigo con la trama. 

Decía antes que avanza el Rey del Mundo por la avenida, divisado de lejos por la princesa de Orleans. Y que esta, aquejada de deuteranopía, es por ello ajena a la presencia de los rayos verdes, lo que le impide ver, precisamente, la emisión de energías telúricas y plutónicas que caracteriza al cetro de Pipino el Breve, que está en el origen, más o menos, de la legitimidad monárquica de Homer, si es que acaso se necesitara fundamentar esa legitimidad en algo diferente a su propia escala genealógica. Y mientras avanza por la avenida, sonriente y coronado, haciendo girar el emblema carolingio, rueda el pueblo llano a sus pies, temblando, expeliendo paranomasias de vapor, profiriendo calambures pentecostales, epíforas verbigráficas, anadiplosis subterráneas, runas malabares, mito-críticas durandianas y sinestesias léxico-guturales. Él es la teocracia biologizada, metabolizada, subsumida, eterna, ajena a los orificios del flujo temporal. Él es el poder y la gloria y la autoridad en su expresión más metafísica, ante la cual no cabe sino la servidumbre voluntaria, que es virtud por excelencia de los congregados. Al menos eso afirma Homer, que es teólogo superlativo y espontáneo autodidacta. Su genio personal así se lo demanda. 

Ensaya entonces una tonadilla circense con el órgano el satanista calvo y emperifollado de la cuarta planta, que recita a la vez un versículo blasfemo en lengua adámica o enochiana (3). Es el que encabeza, precisamente, la decimonovena llave del Liber Scientia Auxilii et Victoria Terrestris: “Madariatza, torezodu! Oadariatza orocaha aboaperi!”, cuya lectura, según afirmó el mago John Dee en el Liber Loagaeth, abre los misterios de la creación.  Tras la muerte de Dee y de su compinche, el alquimista Edward Kelley, la lengua enochiana cayó en el olvido, pero fue posteriormente recuperada por Samuel Liddell MacGregor Mathers, el fundador de la Orden Hermética del Alba Dorada. Naturalmente, Homer I ignora todo esto y mucho más. Él escuchó esas mismas palabras en su infancia, de boca de los propios ángeles, durante una larga singladura a través de los Estados Unidos. 

No nos desviemos más. Homer I se aproxima, el pueblo se desmaya ante él alardeando de recursos fónicos y morfosintácticos, el organista levanta la perilla, la princesa contempla con emoción la escena, el cheroqui discute con la polaca del moño babilónico, el bigotudo agita su bandera, la señora rubia se autohipnotiza ante la tablet voladora y los operarios se afanan en un martilleo incesante. Pergeñado tras un cerezo en flor, el comandante de la guardia suiza vigila los acontecimientos. Ina Mae ha llamado a los bomberos y se introduce por la alcantarilla, siguiendo la ruta furtiva de su esposo. Otro temblor, como el que dije antes, sacude la ciudad. Docenas de rostros brotan entonces de las ventanas de la gran pagoda. Un chimpancé luminoso rodea la pérgola, bamboleándose y presumiendo de sus calzones metálicos. Los operarios silban y aplauden. El conde de París saca un fusil de asalto y dispara contra el Rey rosa. Falla, pero el proyectil alcanza a un señor zurdo de Alabama que pasea por allí. Grita la princesa. Su hijo se desnuda y se quita la careta de carne humana; en realidad es un conejo rosa llamado Lee Harvey Oswald a quien busca el FBI. La señora se azora, le zarandea, pero el zafio conejo se zafa, se zampa una zanahoria y de una zancada se zambulle en una zarza. Una cohorte de cubanos anticastristas desciende por la ladera. Uno mira su reloj de pulsera. Dice que ya ha llegado la hora, y tras las cumbres de las Taihang aparece un submarino amarillo con matrícula de Liverpool. “He aquí la causa de los temblores”, dice el Rey, y todos le veneran y aplauden con gran devoción. Sube al escenario, arenga a los presentes, lanza al aire su globomundi hinchable y, abriendo una compuerta en el pavimento, hace salir a un burro cantante, que tras breve prolegómeno recita con tonadilla ligera un versículo sabio: “In the town where I was born…”, inundando de gloria lírica los corazones. Llegan los cubanos en formación. Rodean a Homer I. Todo parece perdido. Casi se diría que es el fin.

Pero no, no lo es.

Un mar de huecos rizomáticos se abre a los pies del monarca. Por uno de ellos aparece un filósofo hereje que dice llamarse Jeremy Hillary Boob, pero en realidad es Gilles Deleuze. Mientras se unta tocino en una tostada le explica al monarca el concepto de “haecceidad”, que es el principio de individuación en un plano unívoco de inmanencia. O sea, que las individuaciones son las haecceidades que se conocen por sus velocidades y afectos, y esto adviene en un tiempo múltiple, intempestivo, nómada, no mensurable. Homer le estampa el cetro de Pipino en la crisma, lo que provoca la alegre intrusión, por los demás agujeros, de cientos de bestias ciegas y blanquecinas. Son como gusanos cebados del tamaño de un verraco, con ocho patas y una trompetilla bucal por la que emiten resoplidos. Huyen los cubanos despavoridos. Se produce entonces el tercer temblor de tierra. Cae la pagoda. El submarino rasga las nubes ensayando piruetas. Un coro del ejército soviético desfila por la gran avenida mientras canta “La guerra sagrada” (Svyaschénnaya Voyná), de Aleksandr Aleksándrov: “Que nuestra noble ira les azote como una ola”, claman; “sus oscuras alas no osarán volar sobre la patria”, rugen.

Suena el teléfono. Es mi editor, que qué barbaridad es esto, que acaba de leerlo y que no se lo explica. “Miñarro, eres un animal, ¿tú crees que a alguien le va a apetecer leer esta sarta de tonterías? ¡Si no tiene ni pies ni cabeza! Yo te había pedido un capítulo piloto, algo que nos sirviera de propaganda, y no esta mierda incomprensible”.

Le ignoro. La gran sepia gris surge del cráter de un volcán. Cubre el cielo azul con sus aletas. Homer Tomlinson agita el cetro. El comandante suizo intenta escapar, pero una partícula gamma le alcanza de lleno y queda transformado en estatua de sal. Se cierra el telón. Se abre de nuevo. Saludan los actores. El público berrea. En Londres, una banda de chalados graba un disco dedicado a la cara oculta de la Luna.

Retornemos ahora al tiempo cronológico, al tiempo de Cronos, a la sucesión ordenada de los acontecimientos. Estamos en Arcadia, Indiana. Año 1885. Un joven cuáquero se entretiene destilando arándanos salvajes con puré de maíz. 

Puede usted comenzar con la novela. Pero arranque con el Epílogo. Está justo al final, naturalmente.  

NOTAS

1. “Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, oh Principessa
Nella tua fredda stanza
Guardi le stelle che tremano
D'amore e di speranza”.

2. Los cosmólogos cuánticos del futuro, carentes del más mínimo atisbo de sentido poético, llamarán a estos túneles “agujeros de gusano”. 

3. Esto puede verse en Youtube, pero por consejo del editor no se darán más pistas.

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