¿QUIÉN ES JOHN R. CONNOR?

 


Conocí a John R. Connor en el verano de 2015. Manejaba un carrito de supermercado lleno de cartones por las calles de Manhattan. Iba dando gritos por la acera, declarando ante el mundo que era el hijo de Odín. Me arrolló. Le dije que anduviera con más cuidado, que podía hacerle daño a alguna vieja o a un crío despistado. Sus ojos oscuros oteaban el cielo blanco. Abrió una mano y me pidió un dólar, o dos. Se los di. Entonces rebuscó entre los cartones y sacó una carpeta abultada, deforme y de un azul descolorido. “King of the World”, se leía en el lomo, con trazo grueso de rotulador negro. Eran cientos de páginas sueltas escritas a bolígrafo, letrujas apretadas y ansiosas sin puntos ni comas. Le di las gracias y se la devolví sonriendo, no, no es necesario, le dije, pero él insistió, el muy digno hijo de Odín, plantando de nuevo el cartapacio ante mis narices, con gesto exigente, sin apartar la mirada de un punto lejano situado más allá del Empire State. Mucho más allá. Puede que en Sirio o Aldebarán.

Quise invitarle a un café. Le pregunté si tenía hambre. Aceptó. Nos acercamos a un puesto callejero, en un cruce de la calle 43. Justo debajo de la torre del Bank of America. “El rey del sabor”, anunciaba un letrero. Pedí unas chalupas poblanas y también unos burritos de carne picada y frijoles. Y un par de Coronas. Le pregunté si era Basldseg, o Froger, o acaso Skjöld. Dijo que en realidad se llamaba John Reginald Connor, pero que lo de Reginald no le gustaba nada. Y que había nacido en Atenas, una pequeña ciudad del condado de Clarke, al norte de Georgia. Tendría los treinta y tantos, aunque su rostro decía que algo más. Bastante más. Nos despedimos pronto. Regresé a mi hotel y me sumergí en la lectura del manuscrito. Unas pocas páginas me convencieron de que se trataba de una epopeya tan absurda, canallesca y delirante que quizá valdría la pena revisarla, corregirla en algunos detalles y traducirla al castellano.

Cuando regresé a Valencia se lo entregué a mi anciana suegra. Ella apenas sabe nada de inglés, y menos aún de esa variante bárbara que se habla en el sur del imperio americano. Pero tenía en casa un diccionario de bolsillo y, además, se aburría bastante, así que aceptó el encargo. Estoy seguro de que se inventó gran parte de la historia, por no decir casi toda. Pero no quise discutir, de modo que envié la epopeya magnética y psicótica, tal como me la entregó la señora madre de mi esposa, a unas cuantas editoriales. También hice copias para los amigos. Su reacción, en general, fue bastante discreta. Algunos fueron incapaces de leer más allá de las quince primeras páginas. Otros, más empecinados, siguieron hasta la mitad, o incluso hasta el final, y en su fuero interno me maldecían y luego me recomendaban que me dejara de cuentos, que “esa cosa” no había quien la entendiera, que mejor la tirara a la basura, porque, vamos a ver, el tipo ese, Homer, ¿estaba loco? ¿Era esta una historia real o solo un vómito literario producido por una ingesta de setas? Yo alegaba que el engendro original era bastante ilegible, pero que mi suegra era una maravilla cosiendo retales y que si debía echarse la culpa de algo a alguien no era a mí, sino a ella, pero finalmente me decidí a registrar la novela a mi nombre, por si acaso caía la breva y ganaba algo, o al menos recuperaba los dos dólares que me costó.

(Fragmento del epílogo de El Rey del mundo. Ilustración: solapa interior de la novela, en proceso de publicación, Ediciones Matrioska, octubre de 2020).

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