LA GRAN CORONACIÓN


Ahora que lo pienso, muy pocos de ustedes han tenido oportunidad de echar un vistazo al interior de la novela. Y es cosa sabida que antes de comprar un libraco de tales dimensiones uno quiere, al menos, comprobar que no se trata de una mierda incomprensible, pesada, aburrida, al estilo de un James Joyce, por ejemplo, que te tiras una hora leyendo página tras página y te quedas igual, pero con cara de bobo. O algo tan vanguardista y hermético como la Ciclonopedia de Negarestani, que te sale un orzuelo de tanto pensar. La verdad es que se compra literatura por consejo de un amigo, o por haber fisgado en lecturas críticas, o por imitación, o porque dijo un influencer que eso molaba. De El Rey del Mundo, hay que reconocerlo, todavía nadie ha dicho nada, ni bueno ni malo. Exceptuándome a mí, claro. Entonces, para que la propaganda tenga algún efecto, la gente tiene que hablar de la cosa, así que creo que tienen derecho ustedes a bucear un poco en ella, al menos a leer algún capitulillo, ¿no? Cuando antes iba uno a la librería de la esquina tocaba el producto, lo olía, hojeaba las páginas, sopesaba el volumen y leía un poquito del interior. Ahora, que incluso compramos los tomates por internet, acaso hayamos olvidado lo que eso significaba. Era como "robar" la esencia de la mercancía antes de haber decidido su adquisición. Un acto, en el fondo, salvaje y agreste, que nos permitía apoderarnos de un fragmento de la obra, eludiendo la esclavitud del mercado. 

Pues cuenten con ello. Ahora mismo. Les regalo un trocito. No ha sido fácil la elección. El engendro consta de 139 capítulos, más un epílogo, más cuatro anexos, lo que da un total de 144 elementos, tal como el número de los santos, o sea, 12 X 12. Y además se divide en cuatro partes, que se corresponden con las cuatro fases de la obra alquímica: albedo, nigredo, citrinitas y rubedo. Pensarán ustedes que estoy como una cabra. Es cierto. Y ahora mismo, si tienen un rato, podrán comprobarlo. He aquí el capítulo 37 de la parte tercera. Cierra dicha parte y recrea la apoteósica coronación de Homer Tomlinson en Greenville (Tennessee), el 4 de septiembre de 1954. 



La gran coronación

La multitud ruge cuando Homer Tomlinson, Supervisor de la COG (WH), desciende del Rolls-Royce Silver Dawn alquilado en la Bewley Motor Company, apenas a un par de manzanas del centro de conferencias del General Morgan Inn, en Greenville, Tennessee. Una alfombra roja de linóleo cubre la acera hasta adentrarse en la recepción. La túnica rosa de Homer ondea con delicadeza, acariciada por un vientecillo cálido y suave. Seymour Jr. otea a un lado y a otro, reflejando en su verde iris los rostros fervorosos de los parroquianos. El obispo alza el cetro de Pipino el Breve con orgullo y magnificencia. Es su gran día. Los curiosos se apretujan a su paso, aplaudiendo y clamando alabanzas. El dragón chino menea sus mandíbulas, flotando en un océano cósmico cubierto de acantilados, pagodas y enigmas caligráficos. Avanza con resolución. La bandera de la COG (WH) palpita sobre la canopia de la entrada. Bajo ella le esperan Sir Robert de Gloucester, con su atuendo arzobispal, la tiara y el báculo de la cruz celta, y los reverendos William Bass y Bill Rogers, ambos de sobrio traje oscuro y pajarita. Se inclinan ante Homer y desfilan tras él, sobre la alfombra, hasta llegar a la tarima del fondo, en la que destaca un trono formidable con el sello de Salomón repujado en oro sobre el respaldo de cuero negro. Dos señoritas ataviadas con túnicas blancas y diademas de bronce dejan reposar sus nalgas sobre los apoyabrazos. De las paredes cuelgan ornamentos florales, lirios, petunias, jacintos y gladiolos, y también cruces de alabastro y banderolas que se zarandean frente al mar de caras sonrosadas, radiantes de beatitud, de cientos de fieles que proclaman consignas preñadas de devoción. Allá el retrato del obispo Ambrose, al otro lado las barras y las estrellas, América en el corazón de todos.

–En pie, hermanos, ha llegado el gran Supervisor de la Iglesia de Dios–, y el organista aborda una tocata del reverendo Thomas Kelly, look, ye saints, the sight is glorious, gimen los niños, y luego resuena el coro viril de los hombres santificados, from the fight returned victorious, al que se unen las voces femeninas, A-a-a-a-a-a-le-lu-u-jah, Crown Him! Crown Him! Crown the Savior King of kings. Llegado ya ante el trono Homer es investido con capa real de armiño, great is thy faithfulness, oh, Lord, –siéntense, por favor–, susurros, murmullos, –El mundo necesita un rey, –aplausos–, vamos, digo yo–, y todos gritan: “Allelujah, viva el Rey Homer”, echándole gladiolos. Calla el del órgano, las señoritas del trono le encasquetan la corona del chimpancé René, supremo dictador del África negra. Resuenan hurras y campanas. Seymour Jr. vibra, observa las filas de asientos inclinando su sombrero de copa. Algo tiembla en el epitálamo del coronado, su epífisis, crack, –ya está, se ha disparado otra vez–, piensa Homer, pues ahora se ve en las nubes, con los 144.000 santos, a la cabeza de su pueblo unido por la verdadera fe, y les grita:

–Yo soy el Rey de todas las naciones, el testigo del Señor. Y no miento. Necesitáis un rey. Un rey que haya demostrado que ama a todos los pueblos de la misma manera, uno con un plan sacado de las páginas de la Biblia, para la paz mundial y la abundancia de bienes. Un rey que gobernará en el nombre de Jesús[1].

Todos se alzan, abren las bocas, giran los ojos, se retuercen, lloran, gesticulan, se arrastran por el piso, chupan la alfombra roja, enroscan sus lenguas, extienden los brazos en cruz, Oh, my Lord, be merciful, y el Arzobispo de la Gran Bretaña y de York arroja por el aire su tiara de hilo de oro, se levanta los faldones, lanza una proclama: “A womp-bomp-a-loom-op-a-womp-bam-boom”, y se entrega a un bailoteo frenético, a un zapateo lunático, casi gótico, estrábico, rodeando a las doncellas del trono, meneando su cayado hipnótico, céltico, ante el cual se arrodillan, en bendita sumisión pastoral, los dos reverendos, el de las pupilas de topo y el gordito, que se enzarzan en una pugna metalera, cada cual con su guitarra eléctrica invisible e inaudible, pero entonces salta el rey de su asiento regio, coge el micrófono, suena un pitido, “construiré mi palacio en el monte de los Olivos”, dice, “y mi fortaleza será la justicia de Dios”, y el pueblo le alaba y retumba un himno cantado en mil lenguas, King of the world, gritan, con acento de la magna Tartaria, tensando los músculos faciales, temblando todos como epilépticos muy pasados de anfetaminas.

–¡Un rey necesitáis!–, vuelve a gritar Homer levantando el cetro imperial, con las venas del cuello hinchadas, la epífisis pineal a punto de estallar, y hace girar a Seymour como una peonza alocada sobre su eje, emanando positrones y partículas de antimateria, neutrinos zigzagueantes que forman ante el público una supernova en miniatura. Caen las cruces de alabastro, vuela por el salón el gran retrato del obispo Ambrose, las petunias dibujan torbellinos, se agita al viento la bandera roja y azul de la patria blanca. El organista arranca con “A Big Top Medley”, meneando con frenesí su cráneo afeitado, alzando su oscura perilla, captando cascadas de fotones con las ondas graves del pneumático instrumento, que empieza ahora a dar saltitos de pulgada y media, y un velo blanco cruza la puerta, se acerca a la tarima, se desvanece, se repliega, se reordena, se ilumina, es un joven con tupé y camisa hawaiana, gafas de sol, guitarra en mano. Salta junto a Homer, se inclina discretamente, se presenta: –Elvis Aaron Presley, para servirle, majestad–, y el monarca, agradecido, le lanza un leptón vibratorio sobre la cabeza. Termina el calvo su tonadilla de circo ambulante, el órgano deja de brincar, los lirios se asoman al abismo, mueve Elvis las caderas como un endemoniado, los fieles le imitan, una partícula gamma se adentra en su corteza cerebral, escarba, cava, hurga, se abre paso, se ubica en un axón, interacciona con un receptor sináptico, lo ordeña como a una vaca, obtiene un cubo de endorfinas, se lo echa por encima, y así, bien colocada, se pasea dando tumbos por el sistema límbico, lo que provoca una reacción automática en el joven, que pone los dedos en posición, presiona las cuerdas y arranca con un acorde en mi bemol mayor, Well, that's all right now mama, that's all right with you. Las muchachas bailan, los reverendos Bass y Rogers anuncian el fin del mundo, el Arzobispo de Canterbury se enamora del organista calvo. Homer sigue dándole vueltas a la vara de Seymour Jr., desparramando supernovas y agujeros negros por la sala central, mientras los fieles ruedan, soplan, saltan, hacen malabarismos sobre las mesas, se caen las sillas. El chófer del Rolls entra a ver si le pagan, nadie le escucha, todo son alabanzas, cantinelas, turbulencias y disturbios. –Se trata, por fin, de la Gran Coronación–, le explican, y toda la asamblea rompe a cantar, My mama, she done told me, papa done told me too, son, that gal you're foolin' with she ain't no good for you.

Homer da gracias al Señor, pues aquí y ahora comienza su verdadero reinado, la divina monarquía pentecostal, la teocracia en su más alto grado de sabiduría. Saca un frasco del bolsillo. Pink Spirit. Lo agita, lo descorcha, pega un trago, se lo pasa al inglés, se expande la fe hasta los confines de la Tierra hueca. Los cromosomas se mezclan, fontanas coloridas reparten ambrosía por las paredes. “¡Australia no existe!”, grita un caballero de Nashville tras degustar el potingue[2], y el joven Elvis, con una visible erección, abraza a las doncellas aspirando sus efluvios de almizcle. La asamblea entona el Dixie Land, himno de los confederados, Oh, I wish I was in the land of cotton, old times dar am not forgotten. Look away! Look away! Look away! Dixie Land!, y el dragón chino escupe fuego y azufre sobre la audiencia y allá al fondo una anciana descendiente de irlandeses pasea con el retrato de Ambrose sobre la cabeza, tropezando con los que ruedan por los suelos y con las señoras que giran los ojos y los ponen en blanco.

En la lejana Etiopía emprende el vuelo una cigüeña.

–¡Hermanos!, –grita Homer, con exaltado magisterio real, y el mundo deja de dar vueltas, se paralizan los ríos y las nubes se detienen, callan los grillos en la selva negra, todo viento cesa–. ¡Vamos todos a Cleveland, rodeemos a la iglesia espuria, demos gloria al Señor!

El chófer del Rolls se ajusta la gorra, las gargantas exhalan aleluyas con fragancia de petunias, que rodean a Homer, transubstanciado ya en el gran Metatrón, en rey Melquisedec de paz y de justicia, y el arzobispo de toda la Inglaterra levanta su cayado retorcido: –El Rey ha hablado. –Vamos todos, pues, a la casa de su padre–, clama el pueblo iluminado, y el director del General Morgan se adelanta exhibiendo una factura, que quién paga esto, dice, –miren, lo han dejado todo hecho una mierda, la alfombra roja, las paredes de ambrosía, la lámpara de araña, las sillas–, pero su arenga se pierde en tormenta colectiva, en rugir de motores, en el llanto emocionado de la plebe bien gobernada. Salta el reverendo Willie, observa el recibo tras las gafas de vídrio grueso, firma con un garabato, salen los súbditos a trompicones, algunos rodando, otros con la cara exultante, jubilosa, recién impregnados del santo Espíritu carismático. Uno en la puerta reparte teas y antorchas, se plantan dos autobuses ante la entrada, la plebe ocupa los asientos, toca el Rolls la bocina. Han apalancado a Homer sobre el trono repujado de oro. Lo sacan a hombros. Seymour Jr. saluda a la multitud beatífica. Allá se divisa una ciclogénesis explosiva, zumba el céfiro, caen las hojas de los sicomoros, salen rumbo a los Arándanos, con el rey brincando en la butaca de Salomón el grande, los Greyhound Silversides detrás, como chambelanes azules de aluminio fundido, preñados de pueblo llano, atravesando a toda velocidad la I40W hasta Knoxville, donde paran a tomar algo y a reforzar las correas del trono magnífico, que se han aflojado un poco por los baches. Cae la noche y continúa la caravana regia por los campos y las aldeas, llevando la buena nueva, anunciando la irrupción del Reino, elevando a las alturas el “Zadok, the priest” de Händel, and Nathan the prophet anointed Salomon, King, que ahora no es sino el himno de la Champion League de la UEFA, aunque eso aún no pueden saberlo estos modernos israelitas, casi inmunes todavía a las técnicas televisivas de programación cerebral, pero tan receptivos como manda su grado de cordura, sin duda trastocado, soliviantado y alterado por los divinos acontecimientos de los que son parte y testigo y, también, sin duda, por la ingesta comunitaria del brebaje rosa, la histórica argamasa de cornezuelo podrido y del esperma juvenil del obispo Ambrose, el fundador de la santa Iglesia de Dios, allá por el 1885, tal como se predijo al principio de esta epopeya inacabable, tan hermética y tan magnética y magnífica, en la que abundan, como moscas, las pistolas de Chéjov.

Pero retomemos el hilo, ahí están esos, que acaban de llegar a la mansión de las bóvedas, las columnas, las ventanas ojivales y los capiteles corintios. Saltan de los autobuses, prenden las teas, bajan los del Rolls, el arzobispo se acicala las faldas, las dos señoritas de pétreas nalgas se ajustan las diademas y el organista de la perilla, de nombre ignoto, ensaya ademanes protoarios. Elvis Aaron, que parece un ángel, vestido de blanco y con chorreras en los hombros, menea las caderas, y los reverendos Bass y Rogers, desconfiando uno del otro, siempre mirándose de reojo, murmuran, y entre todos descienden a la tierra seca al rey Homer, con su sitial repujado, big Salomon, and all the people rejoiced ordenándose en un coro, Pentecostal fire is falling, praise the Lord, it fell on me, Pentecostal fire is falling, brother, it will fall on thee, alabado sea el Señor, hermano, sobre ti caerá el fuego pentecostal.

Se asoma un rostro por una ventana ojival. Es Milton, que no puede creer lo que está viendo ahí abajo, el tío mierda de su hermano seguido por una chusma de chalados con antorchas encendidas, desafinando como asnos, dos autobuses Greyhound chafando el césped del jardín y un Rolls-Royce con un trono encima y un menda vestido de obispo medieval. –No puede ser, ese imbécil está loco, a qué ha venido–, llama a la china, –Ina Mae, telefonea al sheriff, anda, que estos son capaces de incendiarme la casa, maldita sea–, y la china señala a Elvis Aaron, –mira a ese, –dice–, le ha dado el baile de san Vito, ay, y tu hermano, ¿de qué va disfrazado ahora? Lleva una túnica imperial, del período Qing, parece, creo–. Milton se pone los anteojos, se rasca las escamas, –¡Hijoputa! –grita–, ¡lárgate de mi propiedad!– La china coge el teléfono, ‑llama también a los bomberos–, y abajo sigue la cantinela, burning up their sin and dross, filling them with pow’r for service, making them a mighty host [3].

El organista calvo acerca su antorcha a un seto. Arde. Siguen los demás el ejemplo, alguien tira una piedra que rompe el cristal de una ventana de la planta baja. Arrojan una tea, rodean la mansión de los Arándanos, el fuego ilumina el interior, se escuchan gritos. Homer salta del trono, se planta ante la puerta principal, menea el cetro plutónico, cae un rayo sobre el tejado, brilla la luna creciente, vuelan las emisiones radiactivas, tiemblan los polos magnéticos. –¡Milton Tomlinson! –grita el rey–, ¡humíllate ante mí, reconoce mi suprema autoridad, renuncia al cargo de Supervisor!– Y Milton exclama desde la ventana: –¡Desgraciado! ¡Lárgate, jamás me obligarás a dimitir, cerdo, vuelve a tu chiquero de Nueva York, deberían encerrarte en un manicomio!– El fuego lame las paredes exteriores. Sale un humo negro, denso, copioso. De nuevo el coro angélico entona el himno de la UEFA. Suena una sirena, son los bomberos, aparece el camión por la esquina, todos corren a los autobuses, dejando el sitial ahí, tirado, ante la puerta. Arranca el Rolls, se coloca la gorra el conductor, ríe a carcajadas el organista mientras recita una letanía conocida, madariatza, torezodu, oadariatza orokaha… Zumba el motor, salen disparados con los Greyhounds detrás, de estampida, el cielo naranja, Salomón coronado …adarepanu coresata dobitza. El incendio devora los Arándanos, los pasadizos, las columnas, las estatuas de santos y arcángeles, los capiteles corintios, las serpientes, los triángulos y las leyendas en latín.

Humean las ruinas. Ina Mae llora desconsolada. Milton golpea con la cabeza un busto cornudo de Moisés. Ambrose Tomlinson y el profeta Isaías observan asombrados, desde una nube, la devastada mansión neogótica.

Cuando la caravana llega a Greenville un sol muy rojo se eleva sobre las montañas del Cherokee National Forest.



[1] “Bishop Calls Himself King”, Democrat and Chronicle, Sun, Sep 5, 1954.

[2] La intuición de este caballero de Nashville no carece de justificación teológica: “Sobre la fábula de que existen los antípodas, es decir, hombres que viven en el lado opuesto de la tierra, donde el sol se levanta cuando para nosotros se pone, hombres que caminan con sus pies opuestos a los nuestros, eso no es creíble en modo alguno”. Agustín de Hipona, De Civitate Dei, libro XVI, capítulo 9.

[3] “Quemando su pecado y escoria, llenándolos con energía para el servicio, haciéndolos un anfitrión poderoso” (George Bennard, 1873-1958, In the book of God so precious).


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