La espiral logarítmica


Mauricio Cornelio Escher (1898-1972) fue un xilógrafo, un grabador, un dibujante aterrado por el horror vacui y un ilustre miembro del Colegio de Patafísica. ¿Y qué es eso de la Patafísica? Seguro estoy de que muchos de ustedes se lo preguntan constantemente. Yo también, pero ya que, en este caso, ahora mismo, ejerzo de escritor, y ustedes de todo lo contrario, se lo resumiré con las mismas palabras que un día utilizó otro famoso patafísico[1]: se trata ni más ni menos que de la “ciencia de las soluciones imaginarias”. Se han quedado igual, ¿no? Bueno, pues resulta que el Collége de Pataphysique se presentó en un principio y en París como una “sociedad de investigaciones eruditas e inútiles”. Eso fue en 1948. Ya se va entendiendo algo, ¿verdad? El Presidente perpetuo de esta Sociedad es un cocodrilo que vive en el lago Victoria, cerca de Tanzania.

Yo quería hablar hoy de los camareros y de sus vicisitudes, pero ya veremos si hay tiempo para eso. Mauricio nació de niño en la ciudad de Leuvarda, provincia de Frisia. Viajó una vez a Granada y conoció allá a un gitano del Albaicín, onirocrítico y retoriconoso, que le contó muchos secretos de todo tipo. Luego, en Roma, donde se mudó, los iba contando a gritos por el barrio del Trastevere, siendo por ello bastante criticado. Los fascistas se fijaron en él y le solían apalear a menudo. De nuevo regresó a los Países Bajos, al municipio de Baam, que está en Utrecht, y debido al constante mal tiempo que reinaba en ese puñetero enclave neerlandés Mauricio Cornelio gustaba de ingerir con frecuencia pequeños ejemplares del hongo de san Juan. Abandonó entonces los motivos paisajísticos y se centró en investigar su propia mente. Allí encontró la compleja matemática de la simetría, de los mosaicos, de los bucles y de las metamorfosis. La estructura del espacio se desvanece, las espirales se desdoblan y la perspectiva se retuerce. Eso, al menos, es lo que afirmaba insistentemente ante sus vecinos, que a menudo le miraban con cierta extrañeza.

Cornelius, exaltado de sí mismo, sale a pasear una mañana de 1941 y descubre, bajo un abeto viejo, a una salamandra. Esta se transforma milagrosamente en un cocodrilo. Mauricio cree ver en ello una señal y, sin dudarlo, inaugura un zoológico en su casa de campo. Poco después confiesa a su psicólogo que fue una imbecilidad, pero este le responde que en absoluto, puesto que sus diseños más aclamados por la crítica son precisamente esos, los de los animalicos. Es un duro golpe para el personaje, puesto que a él le gustan más los de las escaleras raras, los polígonos imposibles, la arquitectura marciana y los palacios dislocados. Mauricio Cornelio murió en 1972, en su casa de Hilversum, en la región de Het Gooi. En 1985 los científicos H. U. Nørgaard-Nielsen, L. Hansen y P. R. Christensen descubrieron un asteroide al que bautizaron como «(4444) Escher». Su magnitud absoluta es de 13,7.

Ahora sí, hablemos de camareros. Pero antes me serviré un Campari. ¿Cómo? ¿Qué nunca han probado ese licor rojo y amargo, tan sumamente elegante? Gaspare Campari (1828-1882) nació en Cassolnovo, en la Lombardía, y fue el décimo hijo de un granjero. A los catorce años comenzó a trabajar de camarero en un bar. Elaboraban allí un aperitivo amargo que el dueño había conocido en un tugurio del Rosse Buurt de Ámsterdam llamado “De Dikke Kont” (“El culo gordo”) en plena Hoogstraat. Gaspare aprendió bien la fórmula y decidió vender bajo mano unas cuantas botellas. En 1860 patentó la receta y comenzó a fabricarla en serio. Siempre mantuvo el secreto de su composición, más de sesenta ingredientes naturales que incluyen hierbas, especias, cortezas y cáscaras de frutas. Luego se estableció en Milán y abrió un café junto a la catedral. Gaspare era un tío elegante, un poco rellenito, y lucía bigotito y perilla. Yo apenas sé nada más de él, pero la verdad es que se merece un monumento o algo.

Estas dos historias, aparentemente inconexas, poseen sin embargo un hilo conductor, una relación bastante íntima. Se la descubriré ahora mismo. “Como es a un lado, es a otro”, se dice a menudo. Esta sentencia hermética fue descubierta por el nómada holandés George Arnold Escher (el bisabuelo de Cornelio) en el interior de una corteza de abedul en Tanzania, junto al lago Victoria, en 1841. Bajo ella figuraba el dibujo de un cocodrilo sobre una receta compleja y detallada, precisamente una combinación de hierbas y alcohol que el viajero se llevó a su casa del Rosse Buurt, en Ámsterdam, y que luego le entregó al dueño del Dikke Kont (“El culo gordo”), en plena Hoogstraat, a cambio de ciertos servicios. El resto ya lo saben.

George Arnold Escher murió en Basilea en 1925. Sobre su tumba hay esculpida una espiral logarítmica. Su magnitud vectorial es de 25 mm. El Bitter Campari tiene una graduación de 25 grados. La espiral logarítmica es también el emblema del Colegio de Patafísica. Otro día les hablaré de los camareros, que es asunto bastante complejo. A su salud.

[1] Alfred Jarry, en su obra “Ubú Rey”.

Ver el original publicado aquí, en la Magdalena esa.



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