Los piojos de Farlopia

Hace tiempo que no escribo nada por aquí. Discúlpenme, he estado muy ocupado con asuntos mundanos, perversos, inmediatos. Esa puñetera amenaza vírica, y sobre todo las secuelas sociales que de ella derivan -la implantación abrupta de un Estado terapéutico, la trasformación del lenguaje cotidiano, el imparable proceso de infantilización, la censura resignadamente admitida- es un síntoma de la peor de las ausencias: la de uno mismo, que apenas dispone de tiempo para enfrentarse a la eclosión de un gigantesco proceso de "reinicio" (léase, el nuevo mundo de los idiotas y de los influencers). Habitamos, sin duda alguna, en el escenario de "los últimos hombres", como dijo una vez un bigotudo de Sajonia con muy mala leche. Nos corresponde por ello ser procaces e insolentes. No obstante, cierta finura nunca está de más, y uno puede seguir alcahueteando tranquilamente con metáforas sencillas. Al menos de momento, mientras no llegue el cruzado de turno a acusarme de inconsciente o de algo peor. He aquí la ejemplar historia de los piojos de Farlopia, ese país tan rancio e inconsecuente que parece ficticio, y en el que la pura apariencia basta para impregnar a cualquier imbécil de un indiscutible halo de autoridad.



En agosto de 1876, la diminuta república de Farlopia se enfrentó a una plaga del piojo del algodón (Phthiraptera gossypium). Su picadura provocaba fiebre, tos y carraspera, y en casos extremos podía llevar incluso a la muerte. Exactamente en un porcentaje inferior al uno por ciento de los afectados, lo cual no era mucho, pero tanta alarma causó que los gobernantes obligaron a toda la población del país a untarse la cabeza con grasa de caballo (un remedio casero pestilente y poco efectivo). La medida tuvo escaso efecto y las autoridades médicas recomendaron, además, imponer el uso de gorritos de lana, aún en los propios domicilios. El ministro de Salud Pública gritaba mucho en sus discursos, amenazando con cuantiosas multas a los desobedientes y culpando de la epidemia a la desidia de los atolondrados habitantes que, sudorosos y agobiados por el puñetero calor, se quitaban el gorro en cuanto se veían libres de la mirada de los guardias.

El conde Ferdinando Simonov fue nombrado Presidente de una comisión de expertos, especialistas todos ellos en las curiosas costumbres de los phthirapteros. En los hospitales se aplicaban lavativas, sangrías y campanas de succión, pero ni siquiera tan extremos tratamientos lograban hacer disminuir los estragos de la epidemia. Algunos clamaban por la distribución gratuita de bicarbonato y vinagre, alegando que nada hay mejor contra las liendres. Otros establecieron despachos de mahonesa, y con ella cubrían las hinchadas testas de los farlopianos, que, asustados, formaban grandes colas ante los citados establecimientos. Como la cosa se extendía y no encontraban un remedio medianamente eficaz, los especialistas gubernamentales optaron por establecer el toque de queda al anochecer, limitar las reuniones a cuatro personas y media y culpabilizar a las mercerías y los telares, una industria floreciente en la época y que daba trabajo a muchos farlopianos. También prohibieron fumar por la calle, regar las macetas después de las doce y contar chistes de Jaimito. Fue una sonada campaña esta, y los periódicos difundían diariamente noticias sobre la necesidad de no acudir a los mencionados antros de perdición, ni siquiera en caso de necesidad, pues el hilo de algodón era, sin duda, la causa de tanta desgracia, y una simple visita, una leve mirada, un “perdone usted”, conllevaba la inmediata invasión de piojos en el cráneo propio y en los ajenos.

Abocados a la ruina, los empresarios algodoneros y los distribuidores fueron multados y perseguidos. Se les obligó a cerrar sus pequeños negocios, aunque por supuesto no se les eximió del pago mensual de sus impuestos, ya que, como bien dijo Simonov, “pues que fabriquen churros, oiga, a mí qué me cuentan, esto es un caso tremebundo, una alarma nacional”. Farlopia cerró sus fronteras, pues se rumoreaba que el tráfico de extranjeros incrementaba notablemente la expansión de los malditos piojos, a causa de las costumbres poco higiénicas de sus vecinos. En los caminos y en las esquinas se amontonaban ejércitos de sanitarios que, bien entrenados, sometían a los desprevenidos viandantes a concienzudos análisis del cuero cabelludo, y marcaban con alquitrán las frentes de los afectados para facilitar a los guardias su rápida detección y su obligatorio traslado a las grandes naves que se habían construido en las afueras de la capital.

Aquello fue un desastre, sí. Farlopia se llenó de menesterosos y desocupados en busca de empleo, y la industria cayó en picado. “Es que la salud está antes que la economía”, decían los adeptos al gobierno, y la gente aplaudía a rabiar, pues los empleados de las clausuradas mercerías tenían una merecidísima fama de noctívagos y maleantes. El pueblo, en general, aplaudía diariamente a los sanitarios y a los guardias, e incluso muchos exigían entrar voluntariamente en prisión, pues allí estarían libres de la plaga y el reparto de mayonesa quedaba asegurado. “La salud está en juego”, clamaban las multitudes mientras hacían pintadas en las paredes de los negocios algodoneros, achacándoles a ellos toda la culpa.

Un día, sin que nadie llegara a acertar la razón, los piojos emigraron a otras latitudes y Farlopia reabrió sus fronteras. Pocos meses después un sabio de Dinamarca descubrió que el algodón nada tenía que ver con la invasión de las liendres, pero los gobiernos ocultaron la noticia, pues, de hacerse pública, su reputación hubiera quedado seriamente cuestionada. Algunas mercerías pudieron reabrir, pero ya era demasiado tarde. La quiebra provocada conllevó que grandes multinacionales del algodón, en su mayoría extranjeras, montaran cadenas y franquicias por todo el país, monopolizando el mercado. Naturalmente, la calidad del producto era muy inferior a la anterior, y el precio de cada carrete exorbitado. Pero con el transcurso del tiempo todo esto se vio como algo normal. A excepción de algunos poetas naturalistas, casi nadie en Farlopia recuerda ya aquellas fabulosas mercerías de antaño, en las que se juntaban los vecinos y entonaban cantos y se abrazaban sin temor.

Comentarios

Entradas populares