La calavera de Antonin Carême


El 23 de agosto del año 2013 un tal Philippe Charlier, paleopatólogo y forense, publicó en la Revista Dental Británica un artículo titulado “Muerte de un pastelero”. En él describía la directa implicación de los factores profesionales en el desarrollo de la caries. Dos semanas antes Philippe había admirado, en el Musée de l’Homme de París, la colección frenológica de Alexandre Dumoutier. Uno de los cráneos expuestos presentaba una casi total ausencia de dientes. En realidad, tan solo le quedaba uno pegado al maxilar. En el lado izquierdo del parietal alguien había escrito, con tinta azul, lo siguiente: “Marie-Antoine Carême, pastelero”. Intentaré refutar la insolente teoría de Charlier. Una somera mirada a la biografía del difunto bastará para ello. Y, además, nada hay tan placentero en la vida como llevarle la contraria a un forense.

Antonin Carême (eso de Marie-Antoine le desagradaba enormemente) nace en 1784 en el seno de una paupérrima familia numerosa. No hay historiador que se haya puesto de acuerdo en el exacto número de sus hermanos. Unos hablan de veinticinco, otros de catorce. Lo que al parecer sí está claro es que se trataba del penúltimo. Su padre, un estibador del Sena, le abandona en la calle a los ocho años, en pleno estallido de la Revolución. Antonin deambula de acá para allá, pisando boñigas y trasteando entre las barricadas. Un día es arrastrado por las masas hasta el palacio de las Tullerías, que está lleno de nobles austríacos y de Marías Antonietas, y ahí, entre masacres y saqueos, un guardia suizo le arrea un guantazo descomunal. Pierde así su primer diente, el colmillo superior derecho.

Esa misma noche conoce a Monsieur Bernard, propietario de la taberna “La Fricassée de Lapin” (“El guisado de conejo”), quien se apiada de él y le da trabajo en su cocina. Antonin aprende a despellejar gatos y a batir huevos, pero Bernard descubre pronto su talento para las salsas. La selecta clientela de la casa aplaude las creaciones de Antonin y más de una vez, tras el servicio de mesas, le llevan a hombros hasta el puente de la Tournelle y lo echan al río. En agosto de 1794 el Sena bajaba como un hilillo miserable debido a la sequía y Antonin cae de lleno sobre un montón de cascotes, lo cual le provoca la pérdida de dos incisivos y un premolar. Seis meses después, tras una discusión con M. Bernard a propósito de si poner o no cebollitas glaseadas en un guiso de paloma, el muchacho se ve desprovisto de un segundo colmillo. Lleven ustedes la cuenta: ya le faltan cinco dientes.

A los 15 años, en 1799, entra a trabajar de aprendiz en Chez Bailly, el pastelero más importante de París. Construye allí sus primeros templos egipcios con mazapán, que se los copia de la sección de grabados de la Biblioteca Nacional. Antonin no sabe aún ni leer ni escribir, pero alucina con la arquitectura de los antiguos y muy pronto sus monumentales pasteles se hacen famosos entre la clase pudiente de la capital. El hijo menor de Bailly, celoso de la atención que recibe el mellado, introduce unos cuantos habaneros en una pagoda china de chocolate que le habían encargado los de la embajada de Rusia, lo que provoca el cabreo de unos cuantos cosacos que, con la lengua ardiendo, aparecen por la Chez y le estrellan un samovar en la cara. Pierde así Antonin dos caninos y una muela.

A los dieciocho años es Antonin un tipo bajito que nunca sonríe. Ha aprendido las letras y sabe dibujar con estilo. Abandona la pastelería de Bailly tras la oferta que le hacen los herederos de Gendrom, que están especializados en hacer el cattering de las embajadas de París, o sea, platos muy de lujo, con muchos adornos, que es lo que más le gusta cocinar. Conoce allí a Napoleón y al gran chambelán Talleyrand, que son aún más bajitos que él. En medio de una recepción aparece Antonin con un enorme gorro de cocinero, que se lo acababa de inventar. El emperador se cabrea bastante por ello, ya que le está quitando el protagonismo, y encarga a unos criados que a la salida le den una paliza. A Antonin le desaparecen dos premolares y dos incisivos. Apenas ya se le entiende nada cuando habla. Poco después abre su propio negocio, una confitería en la Rue de la Paix, que le dura poco, porque está todo el día copiando monumentos en la Biblioteca Nacional en lugar de trabajar, y además aparece un día por ahí la horda aquella de cosacos cabreados, que le reconocen, lo apalean de nuevo y lo tiran por un puente. Talleyrand se lo lleva a su palacio, hecho una piltrafa, con dos dientes menos, pero todavía con ganas de hacer pasteles grandísimos. Incluso construye en mazapán la torre Eiffel, a escala 1:50, casi noventa años antes de que se erigiera en el campo de Marte. Casi nadie pensó que era un visionario, porque Gustave Eiffel ni siquiera había nacido.

En 1816 es nombrado jefe de cocina del príncipe de Gales, que luego será el rey Jorge IV de Inglaterra, pero el clima británico le parece una mierda y dura poco allá. Además, los ingleses no entienden mucho de comida, que con un sándwich ya van apañaos, y Antonin no soporta esa desidia y esa incomprensión sajona. Cuando regresa a París es invitado por el embajador inglés en Viena a que se haga cargo de su cocina, pero es que ni así, oigan, que aunque esté en Viena sigue siendo un típico inglés, y no hay quien le saque del corned beef pie y de las tartas de arándanos, de modo que se acerca a San Petersburgo, a ver si le dan trabajo en la corte rusa, pero el zar anda muy ocupado con sus cosas y apenas le hace caso. Paseando una tarde por el puente Lomonosov se topa con una horda de cosacos que, nada más verle, empieza a gritar burradas en cirílico y lo tira al río Fontanka. Logra llegar a la orilla medio congelado y decide largarse lejos, o sea, que se vuelve a París, desilusionado y un poco harto de todo, y encuentra un empleo que no está mal, en la embajada austríaca, con el principe Sterhazy, y ahí puede lucir su enorme sombrero sin levantar envidias. Pero en 1823 se presenta en la embajada una delegación de cosacos rusos jubilados, que de nuevo le reconocen y vuelven a echarlo por un puente. Pierde así Antonin la poca dentadura que le quedaba, a excepción de un premolar de arriba, en la parte derecha. Desesperado, se despide del príncipe y se dedica a vender grabados asirio-babilónicos en el mercado de las pulgas, que los había sacado de la Biblioteca Nacional, naturalmente, y ahí conoce al barón Rostchild, que lo contrata por una miseria y además le enseña los misterios de la Kabbalah hebrea.

Antonin se jubila en 1829, a los cuarenta y cinco años, y se dedica de lleno a escribir tratados gastronómicos. Los últimos meses de su vida guardó cama y dictó a su hija en la casa familiar su biografía. Carême murió pobre, poco antes de cumplir los cincuenta. Luego dijeron de él que había sido “el rey de los cocineros”. Yo creo que era un filósofo hedonista bastante desgraciado.

París le dedicó una calle en 1894, pero poco después le cambiaron el nombre.

(Publicado en "La magdalena de Proust", o sea, aquí).

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