Rebelión en Babilonia

El texto no es reciente; seguro que alguno de vosotros lo recuerda. Pero me apetecía que estuviera ahí, en La Magdalena de Proust, ya que, indudablemente, tiene una íntima relación con la gastronomía. Es decir, que de tan íntima que es, parece invisible. Inexistente. O sea, ninguna, a no ser por una casual mención al precio excesivo de la leche de cabra. No sé yo si los señores esos de Valencia Plaza van a dejar que siga escribiendo mi "columna" durante mucho tiempo, pero lo cierto es que ya estaban advertidos de que mi intención era, desde un principio, hacer precisamente esto, es decir, historias un tanto absurdas, dementes, como la de un funcionario babilónico que presencia el inicio de una rebelión popular peligrosísima. Menos mal que no tiene relación alguna con la realidad. Ahí lo dejo, y si lo compartís por ahí mejor que mejor.


Apenas llueve en Babilonia. Excepto los jueves. Podría pensarse que tan puntillosa regularidad responde a la decisión arbitraria de un dios caprichoso. Sin embargo, no es así. El fenómeno obedece a un decreto emitido por el rey Kurduk III, quien, harto de escuchar los improperios y las reivindicaciones del pueblo, obligó al pájaro Zu a agitar las alas un día a la semana, para invocar así al viento y a la lluvia. Los jueves, concretamente. Desde entonces la ley exige que todo ciudadano en tránsito lleve abierto su paraguas, si acaso ese preciso día se atreve a circular por el territorio. Puede que, aparentemente, el sol reine como si fuera un lunes de estío, o que ninguna nube amenace con descargar y un viento seco arrastre los hierbajos y sople por entre las grietas de la gran muralla. Da igual. La ley es la ley, y debe imponerse sobre cualquier circunstancia. De lo contrario Tiamatú, que es el caos divinizado, escaparía de su escondrijo y las costumbres degenerarían, llegando incluso a extenderse, en las provincias, la falta de respeto a la autoridad central, y en las ciudades el desenfreno, la lujuria e incluso el desacato. Bien decimos en el cuerpo de funcionarios, del que con orgullo formo parte, que toda mínima coma, todo epígrafe, toda casilla bien marcada, posee una importancia fundamental, difícilmente imaginada por los profanos.

Hoy es jueves. Llueve. Kurduk V subió al Zigurat ministerial de madrugada, acompañado por su secretario y por algunos chambelanes. La televisión ha anunciado la inminencia de un nuevo decreto. En las plazas se discute, desde hace tiempo, acerca del carácter trascendental del mismo, de su imperiosa necesidad, de las indudables ventajas que traerá su aplicación. Yo sólo espero en mi puesto, atento a la recepción del cilindro. Soy, por consiguiente, un comunicador de clase C. Tras aprobar las oposiciones se me encargó el mantenimiento del sector VII, y desde mi caseta de mármol blanco, en la Avenida Marduk, frente al número 12, vigilo con atención los acontecimientos inmediatos, tomando notas que luego transmito a mis superiores. Por descontado que no es esa mi única función, ni siquiera la principal. El más importante de mis quehaceres, aquel para el que se me instruyó oficialmente, es la difusión de las normas. Todos los días hay trecenas de ellas, bien provengan del Ministerio, de la Cancillería, de la Oficina Doctrinal, bien sencillamente de la policía de distrito, del Ayuntamiento, de las Juntas de Exaltación o de cualquier otro organismo más modesto. Por las mañanas, antes de las nueve, introduzco mi código en la rejilla, me instalo en el sillón y espero. No tardan en aparecer los cilindros por el tubo de poliestireno expandido, uno tras otro, y yo los abro, los descifro, anoto, si acaso existen, sus defectos de redacción, y, una vez autorizados, imprimo una copia, la extiendo, la seco, marco su prioridad con un lápiz rojo, salgo de la caseta y la fijo en los marcos exteriores. De inmediato conecto el interruptor del altavoz, me acerco al micrófono y dicto las novísimas leyes, que se expanden con cierta estridencia por la Avenida. Hace una semana que espero al técnico de la sonoridad. He notado ciertas desagradables distorsiones, quizá por la irrupción de alguna grieta en las membranas del sistema.

Clack. Acaba de llegar el primero. Es de nivel 1. O sea, prioritario. A pesar de mi larga experiencia, siempre me asalta una notable inquietud cuando recibo uno de éstos. Kurduk V no se prodiga demasiado. Es un legislador pausado, poco dado a las exageraciones, al contrario que su padre y antecesor, que emitía decretos constantemente, lo que obligó a ampliar los archivos de Nippur, ya obsoletos en la época de Kurduk III, el abuelo. Abro el cilindro. «A los respetables ciudadanos del Imperio», comienza, en nuestra bendita lengua cuneiforme. Y luego sigue, repitiendo las consignas de rigor: «Por la resurrección de Tammuz, la perseverancia de Qingu, el triunfo de Nimurta». Me ahorro unas líneas. Voy al grano. «Por tal motivo, se procede a implantar, sellar, clasificar y poner en vigor la ley número 37.917, correspondiente al epígrafe III de la Norma General, por la que se eliminan del uso y empleo público los números pares, es decir, aquellos que son susceptibles de ser divididos en mitades exactas, ordenando además su derogación en los anales del Gobierno y su sustitución en los monumentos civiles, y todo ello con carácter retroactivo, desde el momento de la publicación en las casetas funcionariales de clase A, B y C hasta la época inaugural de nuestro amado antecesor Kurduk III, y también en la proyección natural hacia el tiempo restante, o sea, desde la actualidad inmediata hasta la ekpirosis universal, o, en su defecto, hasta la congelación cósmica resultante de la expansión entrópica de la materia».

Mal asunto. En breve, supongo, brigadas de albañiles eliminarán de los portales callejeros los números vedados, deberán alterarse las matrículas de los carros, se modificarán los códigos postales de toda la nación. Esto creará problemas y reclamaciones, seguro. Qué digo, incluso algún motín, una rebelión de los gremios afectados, un incremento de las revueltas.

Releo. Imprimo. Extiendo. Seco. Salgo de la caseta. La gente me señala. Cuelgo el comunicado. Vuelvo al sillón. Conecto el micro. Leo. Mi voz grave reverbera, inunda la Avenida Marduk, se adentra en los comercios, en las salas de apuestas, en los talleres y las escuelas. Clack. Llega un nuevo cilindro. Se enciende la bombilla de recepción. Archivo el decreto de Kurduk. Leo. Es de la Comisión Reguladora de Abastecimientos (CRA). Código 13375/QX. «Se aplica un incremento en la tributación sobre el consumo de leche de cabra del 5 %»… Clack. Bombilla. Otro más. «Ayuntamiento de Shuruppak. Ordenanza municipal nº 11.937 relativa a las dimensiones de la barba de los intendentes y superintendentes. Se limita la misma a una longitud de 5 pulgadas». Clack. Bombilla. «Templo de Uruk. Unidad de control astronómico. Anexo a la normativa de medición de Ammisaduga por la que se modifica el ciclo anual del planeta Venus, reduciéndolo en una semana». Respiro hondo. Releo. Imprimo. Extiendo. Seco. Anoto en rojo. Vuelvo a salir de la caseta. Me rodean los curiosos. Cuelgo los tres documentos. Abro la puerta. Regreso al sillón. Conecto el sistema de sonoridad. Leo. Mi voz reverbera de nuevo en la Avenida. Llueve (es jueves). Los vecinos rodean la caseta, señalan los impresos, un niño grita, se asoma una mujer por la ventanilla, le hago una señal con la mano, «No, ahora no le puedo atender, señora», lleva un velo en la cabeza y una túnica larga, levanta el puño, amenazándome, que qué cojones es eso de la leche de cabra, que a este paso se van a morir de hambre sus niños, y aparece un barbudo obeso, cabreado, que me vaya a la mierda, yo y todos los lacayos del Gobierno, que a ver quiénes somos nosotros para decirle a él que se recorte las barbas, y aprovecha para introducir su paraguas, intentando, supongo, arrearme con él. Le pido que mantenga la calma, que yo no soy más que un funcionario, un comunicador de clase C, y que me limito a transmitir decretos, ordenanzas y anexos, que apenas llego a fin de mes, aunque tenga el puesto asegurado, como casi todos, por otra parte, ya que el Imperio éste precisa de mucho personal para regular la vida de la población, siempre quejándose, oiga, y de repente un abuelo con un esbelto gorro piramidal, el rostro colorado de ira, agarra el anexo de Ammisaduga, el de Venus, y lo tira al suelo, «Veinte años llevo vigilando el planeta ese, hijo de puta, veinte años, para que ahora vengan los enchufados esos de Uruk con sus pamplinas, pues no me da la gana, no», «Oiga, a mí no me insulte, que…», y la señora de la leche de cabra se pone a dar saltitos, «Esto no hay quien lo aguante», grita. Se acercan más vecinos, «¿Qué pasa?» «¿Que qué pasa? ¿Es que no lo ven? Esos putos del Gobierno nos quieren asfixiar con tanto decreto, todos los días igual». Ya son una treintena los desgraciados que rodean mi caseta de mármol blanco, agitando los brazos, clamando barbaridades contra el Imperio, clack, bombilla, otro más, ni siquiera lo abro, se está calentando la cosa ahí fuera, y por la esquina aparece un grupo de exaltados, con pancartas. En una, la más grande, han dibujado, de perfil, a Kurduk V, pero con cara de cerdo. Cantan una letanía barroca, bien entonada, no la oigo muy bien, no sé qué de unas barricadas, de acabar con la tiranía, de negras tormentas y nubes oscuras. Rodean mi caseta de mármol blanco, desprenden los carteles, los pisotean, llega un cabrero con su rebaño, salgo con el paraguas, clack, bombilla, las cabras balan con su lengua roja, me dejan la esquina llena de cagarrutas, el abuelo astrónomo señala al cielo, el sol brilla, «¿lo veis, desgraciados? No ha llovido en todo el día, no llueve desde hace seis meses». La señora del velo le secunda, el de las cabras ríe, «Señor, pero hoy es jueves», respondo, «y según el decreto de Kurduk…», «y una mierda», acota uno de los exaltados, agitando la pancarta del cerdo, y que ya está bien de tonterías, dice otro de ellos, enseñándome su carné de contable. Se mesa la barba, «¿cómo quiere usted que haga mi trabajo si prohíben los números pares?», «calma, calma», digo, abriendo el paraguas, clack, bombilla, allá lejos se ve un reflejo de fuego, todos se giran, arde el zigurat ministerial, suenan bocinas y sirenas, el tráfico se paraliza, corren los de la Televisión Babilónica con sus cámaras y sus micrófonos de palo, «Tiamatúuuuu», grita uno desde la ventana del tercero, y una vieja, enfrente, extiende la basura por la calle, desperdigándola, cagándose en Anu y en Enki y en Ninurta y en todo el panteón sumerio. «Que vuelva Hammurabi», exclama, «ese sí que sabía, y no esta caterva de Kurduks», y tiemblan los suelos, por el subway, que siempre pasa a esta hora, clack, bombilla, aprovecho para entrar con disimulo en la caseta, el zigurat echando humo negro, se me acumulan los cilindros, hostia puta, luego dirán que los funcionarios estamos todo el santo día tocándonos los huevos, leo, imprimo, extiendo, seco, miro por la ventanilla, se han ido todos, el astrónomo, el barbudo, el de las cabras, los contables, la señora con velo. Llega un barrendero, me saluda, cojo el paraguas, salgo, cuelgo las nuevas ordenanzas, el tráfico fluye, los guardias se llevan al tipo de la pancarta. Llueve.

Es jueves.

(Fragmento de «Babilonia mon amour», novela inédita, inacabada e incomprensible).

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