Un homenaje a Kafka


Joseph K. es un empleado ejemplar. Lleva quince años en Credit Suisse y en todo ese tiempo apenas ha dado problemas a sus superiores. Jamás ha faltado al trabajo, ni por enfermedad ni para atender asuntos personales. Al menos hasta el fatídico día en que recibió una notificación oficial que le instaba a declarar ante el juzgado nº 2 de Zürich. No se detallaba la razón. Sencillamente era citado, con la amenaza de ser detenido si no se presentaba a las 9 de la mañana del lunes 1 de septiembre, con la “documentación pertinente”. Sin embargo, en ningún epígrafe se especificaban las características de esa documentación. El requerimiento aludía, eso sí, a la normativa 332/B del procedimiento común y a elementales consejos sobre vestimenta y actitud. Sube a la oficina del subdirector, el Sr. Schnieper. Tiene que esperar quince minutos ante la puerta. Cuando sale la visita asoma Joseph su nariz.

–¿Da usted su permiso, señor Schnieper?

–Adelante, Joseph, pase.

–Verá, necesito una mañana libre, el próximo día 1. Al parecer hay una confusión y he sido citado a declarar en el juzgado.

–Joseph, estos asuntos son muy delicados, ya sabe, uno empieza con esas minucias y acaba solicitando un aumento, y, tal como están los tiempos…

–Lo comprendo, señor, pero se trata de un caso importante; es la ley, y desconozco los motivos, pero en la citación aparecen ciertas alusiones poco edificantes, incluso la amenaza de un arresto.

–Por Dios, Joseph, ¿En qué lío se ha metido usted?

–Lo desconozco, señor, ya le he dicho, debo suponer que se trata de un error, probablemente se hayan confundido de persona. En ningún momento he violado ninguna prescripción legal. Soy sencillamente un empleado de banca, sin nada que declarar.

–Haremos lo siguiente, Joseph. Tómese usted ese día libre. Prepare una buena defensa, creo que es lo imprescindible. No desespere, en nuestro país hay mecanismos legales ciertamente ambiguos, pero nada que no pueda solucionar un buen abogado. ¿Conoce alguno?

–No señor, quizá pueda usted ayudarme.

–Claro, claro, veré lo que puedo hacer, no se preocupe, tenemos tiempo de sobra. Por cierto, necesito que inspeccione usted una caja de seguridad. Desde que acabó la guerra se han observado ciertas irregularidades, nada grave, por supuesto, pero es preciso subsanarlas, ¿comprende?

–Desde luego, señor Schnieper, siempre a su servicio.

–Tome usted este archivador; en él están las instrucciones. Revise el contenido, siguiendo el protocolo correspondiente. No vaya a equivocarse, oiga. Es un cometido delicado.

–¿Delicado, señor? ¿A qué se refiere?

–Bueno, digamos que debe usted sortear un número indeterminado de inconvenientes burocráticos con respecto a la normativa del secreto bancario. Pero el asunto así lo exige.

–Si es así, descuide, realizaré el encargo con suma atención.

–Gracias, Joseph, sabía que podía confiar en usted. Buenos días.

Joseph K. regresa a su mesa con el archivador negro bajo el brazo. Inspecciona la orden. Ante todo, debe rellenar el formulario. Es lo habitual con las cajas de seguridad. Se exige un riguroso cuidado. Un mínimo error puede desencadenar toda una cadena de consecuencias nefastas, y, por otra parte, el desconocimiento del protocolo adecuado -y esto ya se había visto en casos más o menos semejantes- fácilmente conduciría a obstrucciones insalvables. Cualquiera que no estuviera familiarizado con los tecnicismos de la banca suiza estaría perdido. Primero, marcar la casilla exacta. Después, abordar los epígrafes impares, evitando las cláusulas secundarias, en especial las relativas al seguro de potencialidad negativa y a los márgenes de riesgo. De inmediato es necesario introducir las claves correspondientes a las características del contenido, limitando en lo posible las repercusiones sobre el capital flotante. Si esto se formaliza correctamente, la solicitud pasará a la oficina del Secretario. Sin duda es un paso fundamental, pero no el único. Su firma es imprescindible, y este solo le atenderá si la ocasión es la óptima. La mejor hora es después del almuerzo. Además, hay que llevarle algún obsequio, pero el Secretario Baumann es persona de gustos sencillos, lo cual resulta muy ventajoso. Luego está lo del sello, que debe encajar con precisión, dejando libre el espacio para introducir el código cifrado correspondiente. La relación de códigos está en manos del interventor, y este jamás abandona su puesto ni deja que nadie ojee sus libros contables. Con él será necesario emplear otra táctica. Ya que quien custodia el sello es la señorita Fischer, y esta abandona su oficina a las cinco, bastará con aparecer por ahí a última hora, con alguna excusa, y tratar de conquistarla. Las tardes en Zürich suelen estar nubladas, pero en esta época no es raro ver un bello ocaso, y ello facilitará mucho el trabajo. En cuanto al interventor Meyer, alguien le había confesado a Joseph su interés por el arte japonés. No recuerda quién, ni a qué se debió esa falta de discreción, pero está seguro de que una alusión velada, una mención indirecta, quizá, a las dimensiones de las máscaras en el teatro Kabuki, o, aún mejor, a la melancolía propia del período Muromachi, le abrirá las puertas y, acaso, la benevolencia de Meyer. El resto es más fácil. Un simple intercambio de cortesías, una breve conversación superficial con el guardia y atravesará el recinto de seguridad. La inspección en sí le llevará algunas horas. Pero el sol se refleja esplendoroso sobre el lago y la Bahnhofstrasse estará ciertamente animada esa tarde, con sus cafés llenos de funcionarios, peritos, contables y camareras.

Joseph decide posponer la inspección de la caja hasta el día siguiente. Da un paseo por la ciudad vieja, cena unas bratwurst cocidas y se acuesta. Apenas duerme, dándole vueltas al asunto de la citación judicial, tratando de recordar en qué detalle se habrá equivocado, o si, sin darse cuenta, habrá incurrido en alguna ilegalidad, un crimen, algún delito deplorable. O, peor aún, si no sería víctima de un delator, de una calumnia.

El jueves por la mañana se adentra en el protocolo estipulado. A lo largo de una dura jornada logra vencer todo un cúmulo de obstáculos, el formulario, los epígrafes impares, las claves, la firma del secretario Baumann, el sello de la señorita Fischer, los códigos del interventor Meyer, la conversación banal. Se encuentra ahora justo delante de la caja de seguridad nº 17528J. Pertenece a George Smith Patton Jr., de profesión militar, con domicilio en Washington, D.C., nacido el 11 de noviembre de 1885 en San Gabriel, California. Había contratado la caja el 16 de septiembre de 1918 por un período indeterminado. Es de las grandes. Introduce la llave. Espera al mecanismo retardado. Gira la rueda, marcando la combinación correcta. Espera nuevamente. Por fin escucha un click. Abre la pesada puerta de acero. Desliza la bandeja. Abre la arquilla. Hay un montículo de joyas antiguas. Se asegura de que no queda ninguna en el interior, se sienta y comienza a clasificar. Encuentra un pliego de pergaminos. Lo abre. Está escrito en latín, con letra gótica. Lo analiza. No es difícil traducirlo. Se trata de un inventario: “Necessitudinem supellectilem et lapide pretioso et ligaturae, alia jocalia, per annos reservata per Fulrado, abbati di Sancto Michael, A. D. DCCLXXXVII”. Se inquieta. Los tesoros merovingios deben estipularse con claridad en el apartado B17/4 y ese epígrafe no está correctamente marcado. Sin embargo, decide seguir. Joseph K. no es un hombre corriente. Si fuera necesario, desafiará la normativa en vigor.

Seis horas son necesarias para catalogar el contenido. Anota fichas, las clasifica, las mezcla, las ordena, las vuelve a mezclar y finalmente obtiene una relación exhaustiva. Faltan varias de las piezas anotadas por Fulrado en su pergamino. Una corona de plata, una veintena de collares, varios colgantes, cálices, anillos, posavasos… Pero a Joseph K. le llama la atención una ausencia en concreto. Fulrado la alaba como la más valiosa de sus posesiones. Dice claramente: “Quod optimum est qui moves sceptrum mei dominus Pipinus”, o sea, que la mejor de todas es el cetro de su señor Pipino, pero aquí no hay cetro alguno, del cual dice que porta “carbunculorum et hyacinthis ex Nili et Euphratis fontibus”. Y que, además, es “symbolum unius universal monarchia”, pues “quo possit sacram ferebat Rex mundi”, es decir, que quien lo posea puede proclamarse “Rey del mundo”, debido a no se sabe qué singularidad, “mysterium caelorum”, vamos, “ad secretum officii”.

Hace calor ahí dentro. Cierra la caja. Sale. Se despide del personal de limpieza. Va a casa. El Rey del mundo. Vaya suerte. Y él, pobre desdichado, debe comenzar ya a preparar su defensa. Por la mañana saludará al subdirector Schnieper. “Buenos días, señor”, le dirá. “Falta una pieza fundamental, según el inventario del abad Fulrado. Un cetro, el del señor Pipino. Debe haberse extraviado. –¿Aquí? –No, no, supongo que en san Dionisio, hace ya tanto tiempo… Vaya usted a saber. El cliente ni siquiera debe estar enterado, imagine, allá en Washington, con sus múltiples ocupaciones, y además hace seis años que contrató la caja de seguridad. –Bien, bien, ‑responderá el subdirector– no se preocupe, es un trámite ordinario, puede usted imaginar. Credit Suisse es una empresa seria y ha de seguir ciertos protocolos, ya me entiende. ¿Un cetro? –Sí, al parecer merovingio, y, debo confesarle, el apartado B17/4 no estaba correctamente marcado, espero que no sea necesario comenzar de nuevo con el procedimiento. –Oh, señor K., le recomendaré al director, es usted un empleado concienzudo, muchas gracias, no le dé más vueltas, váyase a descansar, tómese el día libre, luce un sol maravilloso y las muchachas de la Bahnhofstrasse estarán deseosas de que las invite usted a unas copas de vino blanco con hielo y gaseosa. La cosecha del año pasado fue excelente. –Señor, gracias, seguiré su consejo, además tengo que preparar mi defensa, ¿recuerda? El asunto ese del juzgado, válgame Dios, qué de complicaciones vienen ahora a turbar mi sueño, vea, no bien uno piensa que la vida transcurre plácidamente, cuando de repente, zas, aparece un tropiezo semejante y todo se altera. Espero que mi casero no haya sido advertido, después de todo, o pensará que bajo su techo mora un criminal, un asesino, un fuera de la ley, qué desgracia. Salude usted a su señora, me iré pronto a casa, quizá almuerce en alguna taberna y por la tarde me sentaré en mi escritorio, a reflexionar, y comenzaré a redactar el alegato con todo detalle. Ha sido un placer hablar con usted”. Y se duerme Joseph K., sumido en sus previsiones y orgulloso de su labor meticulosa. 

Por la mañana la escena no se desarrolla exactamente como había previsto. Tras abandonar el despacho de Schnieper vuelve a su mesa. No le ha concedido el día libre, ni le ha sugerido nada respecto a las muchachas de la Bahnhofstrasse, y además ha evitado mencionar las excelencias de la última cosecha de Valais.

Fragmento de El Rey del Mundo, parte II, cap. 19, "Una caja de seguridad en Zürich". Ilustración de Peter Kuper.

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